Una historia real: Un punto de anclaje

Indartzen. Mastín.

Hoy compartimos con vosotros y vosotras una de esas historias que nos llevan  a confiar en los profesionales que atienden a los niños y niñas más vulnerables. Es una historia real, que quizás nos dé mucho que pensar.

Os voy a contar una historia de resiliencia que me impactó profundamente. No es una historia que haya vivido en primera persona, sino que pude leerla en un libro. No sé muy bien si el autor era Boris Cyrulnik o Jorge Barudy, pero sea cual sea el caso, creo que merece la pena compartirla. Hace tiempo que la escuché, así que permitidme que rellene los huecos de la memoria poniendo bastante de mi parte. Esto es lo que recuerdo.

Es la historia de un niño que vive durante 5 años en el jardín de su casa. Expuesto al frío y los elementos, como si de un animal se tratase. Sus padres, con incompetencias parentales crónicas y severas, lo maltratan constantemente. Le golpean con un palo, le latigan diariamente con un cinturón, y le queman con cigarrillos cada vez que molesta o hace algo que a sus padres no les gusta. Le hacen mucho daño. No sabemos bien si con el objetivo de que no molestara o por el disfrute sádico de ejercer dominio y control sobre una persona más vulnerable.

Sea cual sea el caso, el niño llega a los 5 años sin prácticamente saber hablar. Se esconde ante la presencia de figuras extrañas. Apenas es capaz de pedir lo que necesita. No controla los esfínteres, y cuando se siente acorralado ataca como una bestia herida. Muerde, araña y golpea.

Entonces, los servicios sociales actúan, alertados por la denuncia de un vecino. Sacan al niño de esta casa, y lo llevan a un centro de acogida. En el centro de acogida trabajan profesionales muy capaces y muy amables. De esos que son sensibles ante las dificultades de los niños más desprotegidos.

Todo hace presagiar una evolución positiva en este niño ¿verdad? Ha salido de un infierno donde todo era dolor y maltrato, y por fin se ve expuesto a cuidado, respeto, la estructira y el afecto adultos.

No obstante, la situación no mejora. De hecho, empeora. Y empeora mucho. El niño cada vez es más agresivo, y cada vez está más descontrolado. Agrede a adultos y niños. Pasa noches enteras gritando hasta caer agotado. Rompe el mobiliario, e intenta en varias ocasiones autolesionarse con cubiertos o golpeándose contra las paredes.

Y la situación se prolonga en el tiempo. Nadie sabe qué hacer para ayudar a este niño a autorregularse, o para que se sienta mejor. Hasta que uno de los educadores utiliza la magia de la empatía para recordar las circunstancias en las que el niño vivía en casa de sus padres. Y en efecto, había un elemento que podían haber dejado pasar y que podía ser la clave para enfrentar este difícil problema: un perro.

Los educadores del centro de acogida transgreden todo protocolo y toda norma y se presentan en la zona donde vivía el muchaho. Hablan con los vecinos, quienes recelosos acaban confirmando su hipótesis.

Y es que durante esos años de dolor y sufrimiento generalizados, el niño no había estado sólo. Había estado en compañía del perro de la familia, un enorme mastín sucio y maloliente pero protector con una cría que, de alguna manera, había decidido que también era suya. Y cuando el niño era agredido, insultado, vejado o golpeado, podía refugiarse en la caseta del perro, acurrucarse junto a él, y disfrutar de unos lametones amistosos. Este perro, en contraposición a sus propios padres, sí que reaccionaba a sus estados de ánimo y le permitía “sentirse sentido” en el sentido más primario de estas palabras.

Ocurrió entonces algo maravilloso. A pesar de toda la burocracia imperante, los educadores hicieron campaña para adoptar a este perro. Hicieron una colecta entre sus familiares y allegados y atesoraron más de 2000 euros para comprar el animal a un padre y una madre encallados en un conflicto brutal con los servicios de protección de menores. Se llevaron el perro al centro, y le permitieron vivir en la misma habitación que el niño. En el momento en el que el perro apareció por la puerta, el niño rompió a llorar, y el mastín saltó sobre él comiéndoselo a lametones. La educadora que traía al perro se acercó a ellos y los abrazó a ambos. Es la primera vez que el niño aceptaba el contacto de un adulto.

Esto desbloqueó la situación y permitió iniciar un trabajo. El camino, aunque duro y difícil, pudo al menos tener un punto de partida.

Estas son las historias que nos hacen enorgullecernos de nuestra profesión, y de nuestros compañeros. De las personas que verdaderamente priorizan el bienestar de niños y niñas, por encima de todas las palabras huecas que contiene la legislación y de protocolos huecos como el mismísimo vacío.

Esto que nos recuerda que, por muy complicado que sea, es un lujo y un orgullo tener una profesión tan poco valorada y remunerada, pero fascinante como ninguna.

¿Qué te sugiere esta historia? ¿Serías capaz de expresarlo como un lema? Esperamos tus aportaciones y comentarios. Nos encantaría escucharlos.

Gorka SaituaAutor: Gorka Saitua Soy Pedagogo. He trabajado desde el año 2002 en el ámbito de protección de menores de Bizkaia, en la Asociación Bizgarri – Bizgarri Elkartea. En 2016 comencé con el proyecto educacion-familiar.com que me apasiona. Para lo que quieras, ponte en contacto conmigo: educacion.familiar.blog@gmail.com
Este artículo pertenece al blog www.educacion-familiar.com, antes www.indartzen.com. Si quieres saber más sobre nosotros echa un vistazo a quiénes somos y síguenos en nuestras redes sociales Facebook y Twitter, somos @educfamilia.

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